En casa vivía un perro que yo quería mucho. Era tan inteligente que,
cuando llegaba el momento en que yo volvía a casa desde la escuela, corría
a recibirme cuando aún estaba muy lejos. Cada vez que me mostraba su
alegría le acariciaba el lomo con mi mano derecha; de manera que, cuando esto ocurría -y estando él de mi lado izquierdo- daba la vuelta hasta mi
lado derecho y frotaba su carita contra mí, rogando ser acariciado. Entonces, con mi mano derecha le acariciaba la cabeza y el lomo; si no lo hacía,
gimoteaba y corría en círculos a mí alrededor mientras yo bajaba por la
carretera“Bandido”, le decía. “Tú sabes de amor, ¿no? ¿Te gusta el amor?” Los
animales saben de amor.
Por otra parte sentía una gran angustia al presenciar la muerte de un
animal. Había un matadero cerca de la aldea. Una vez que una vaca se encontraba en su interior, un carnicero aparecía de la nada y golpeaba a la
vaca con un martillo de hierro más o menos del tamaño del antebrazo de
una persona. La vaca caía y seguidamente era despojada de su piel y sus
piernas cortadas. La vida se aferra tan desesperadamente que el resto de
los tocones que quedaban en la vaca -después de que sus piernas habían
sido cortadas- seguían estremeciéndose. Las lágrimas inundaban mis ojos
al ver esto y un fuerte grito salía de mi boca.
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